Ciudadanía/Citizenship By Xánath Caraza

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Ciudadanía

Un profundo manto nacarado y centelleante cubría las calles de Kansas City. Una nieve menudita caía sin parar desde las dos de la tarde. Eran las diez y cincuenta y cuatro de la noche del jueves. El día había sido largo y con grandes emociones. Marisol evocó la llamada que hizo la noche anterior, miércoles, a México. Pensó en el efecto tranquilizador que siempre le causaba la suave voz de su madre, era el sedante perfecto. Todo el miércoles, anticipando la ceremonia de naturalización del jueves, se había sentido excesivamente ansiosa. Veinte años se había tardado en tomar la decisión, madurarla, sopesarla, dudar para finalmente decidirse a dar el paso y hacerse ciudadana.

Muchos recuerdos cruzaron por su mente antes de que el jueves llegara, como una serie fotográfica, primero en blanco y negro, con alguno que otro color que resaltaba, y, que parecía, se proyectaban, intermitentemente, sobre una pantalla blanca. Entre esas imágenes estaba una caminata por el parque con su padre -Marisol llevaba un vestido color anaranjado-, donde accidentalmente había dejado caer su muñeca nueva en las frías aguas de la fuente de piedra volcánica. También se acordó de un cumpleaños sorpresa en la casa de Lucy, su mejor amiga, y de un pastel decorado con merengue color rosado. Poco a poco los recuerdos adquirieron más color, como las tardeadas que organizaba con sus compañeras de secundaria donde bailaban sin parar; todo entre tonos azules, dorados y verdes, pantalones acampanados de mezclilla, agua de flor de Jamaica y la voz de Roberto Carlos.

El jueves a las diez en punto de la mañana, ya en la ceremonia, mientras los sesenta y tres participantes de la toma de protesta para ciudadanía se fueron levantando, uno a uno, y dijeron el país de donde originalmente venían, a Marisol se le llenaron los ojos de lágrimas y la garganta se le inundó de pequeños suspiros, que finalmente se convirtieron en un gran nudo azul. Repetía en su mente México, México, México, Mé – xi – co, Mé – xi – co, Mé – xi – co, Mé – xi – co, temiendo olvidarlo y que en cada sílaba se le escapara un recuerdo. La emoción que la invadía era tan grande, que dudaba poder vocalizarlo cuando llegara su turno. Sentía que lo iba a decir por última vez.  Sentía que a partir del momento en que lo enunciara ya no sería su país, ya no serían sus montañas, ni sus mares, ni su música, que sus recuerdos de niñez se esfumarían en un instante. Pensaba que nunca le había costado tanto trabajo decir una sola palabra, una palabra que encerrara su mundo, su previa identidad. Sin embargo, otra parte de ella sabía que no era así, que México seguiría siendo de ella, mas no dejaba de sentirse sobrecogida por su propia emoción y la que corría, de persona en persona, como una sobreentendida corriente eléctrica azul neón, en la atmósfera de la corte federal, donde la ceremonia se llevaba a cabo.

Sabía que se afirmaría en ese momento lo que por veinte años había hecho: vivir entre dos culturas. Vivir con el pie en uno y otro país. Entre dos idiomas. Entre recuerdos de niñez y experiencias nuevas. Había pasado los últimos veinte años tratando de desarrollar esa habilidad.  Había, poco a poco, adquirido esa destreza: desplazarse entre culturas, idiomas, territorios. Todavía le zumbaba la cabeza de vez en cuando, entre códigos lingüísticos -el corazón le latía rápidamente-, cuando de manera inesperada, escuchaba el ritmo de un son jarocho o algún aroma le golpeaba los sentidos y la trasladaba de golpe a la cocina de su niñez. Cuando hablaba, las referencias lingüísticas se le mezclaban. Por un lado su enraizada experiencia en México y, por el otro, ahora esa nueva fonética la invadía. Se entretejían ambas experiencias en su pensamiento. No lo podía evitar, ya los llevaba grabados en la piel y enterrados en el corazón.

Había personas de treinta y cuatro países diferentes; algunos de Senegal, Etiopía, El Salvador, Honduras, Perú, Cuba, Bosnia, entre otros. Marisol era la penúltima persona en el grupo. Tuvo tiempo para sentir cada sílaba que se pronunció en voz alta y leer, detenidamente, la emoción en cada uno de los rostros de los otros sesenta y dos nuevos ciudadanos.

A las siete de la mañana del jueves se cepilló el pelo y se puso la ropa que había seleccionado cuidadosamente la noche anterior. Un vestido formal, azul; medias, zapatos de medio tacón, cómodos. Escogió unos aretes de filigrana de plata, le encantaban, los tenía desde hacía muchos años, su madre se los había dado como regalo en una de las navidades que pudo volver a México. Mientras se cepillaba el sedoso pelo largo con calma, se observaba en el espejo; le gustaba ver caer su larga cabellera sobre los hombros. De reojo, a la izquierda del espejo, vio la fotografía de ella y su compañero en la pared. Volvió la mirada al espejo y empezó a percatarse de las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos. Se detuvo por un momento. Dejó de cepillarse el pelo. Se acercó a la luna del espejo. Se volvió a ver el contorno de los ojos, sin prisa y, con el dedo cordial de la mano derecha, recorrió, primero, las arrugas del ojo derecho, luego, ladeando ligeramente la cara, las arrugas del ojo izquierdo. Volvió a mirarse ambos ojos, se sonrió, terminó de cepillarse y se comenzó a maquillar.

A las ocho de la mañana, Marisol y su compañero, manejaron hasta la corte federal en el centro de la ciudad. Hacía frío y el acerado cielo de Kansas City ya anunciaba la nevada que se pronosticaba para la tarde. Buscaron un espacio donde parquear en el gélido estacionamiento subterráneo. Al bajar del auto, primero escuchó los pasos, y después, vio a otra mujer que caminaba hacia la salida del estacionamiento. Iba sola. Parecía latina como Marisol. Llevaba un pantalón color beige de lana y blusa blanca sin mangas. Mientras caminaba se acababa de poner un abrigo marrón y de acomodarse un sombrero negro. Iba ensimismada. Caminaba con ligereza, sin prisa, y con una leve sonrisa dibujada en los labios. Marisol la observó subir las escaleras del estacionamiento que conectaban a la calle, la vio subir con energía. Ya en la corte se percató de que la mujer del estacionamiento también era parte del grupo de personas que ese día recibirían la ciudadanía.

La mujer del estacionamiento se llamaba Rita Juárez. Era de México, de Guerrero. Llevaba más de veinticinco años en los Estados Unidos. Había emigrado en sus veintes. Llegó a los Estados Unidos con su esposo de entonces, un militar de bajo rango, retirado, chapado a la antigua, mayor que ella y abusivo. Rita y sus hijos temían hasta de respirar demasiado fuerte frente a él. Un repentino ataque al corazón, después de comer un asado de puerco en uno de los sofocantes veranos en Kansas City, lo borró del mapa. Rita no dejó de sentirse apagada con luto y dolor de viuda, eran ya muchos años que llevaba con ese hombre dominante y padre de sus hijos.

Los dos hijos, Gonzalo y Carlos, fueron lo que hicieron que Rita saliera adelante. Se puso a trabajar para darles educación, para mitigar el dolor con cada hora de trabajo, para que la comida no faltara y la renta estuviera a tiempo y, antes que nada, ellos fueran a la universidad. Rita nunca tuvo tiempo de pensar en ella. Se tragó el dolor de golpe, y trabajó de ocho de la mañana a diez de la noche en uno de los tantos restaurantes de Kansas City. Como no hablaba inglés comenzó fregando trastes. Los enjuagaba y colocaba directamente en el lavaplatos, que para ella era como una máquina de otro planeta. En sus cortos descansos le gustaba asomarse discretamente al restaurante donde decenas de comensales degustaban los platillos. La hora de la cena era su favorita. Se imaginaba qué se sentiría estar ahí. Llegar del brazo con uno de esos hombres bien vestidos, de traje azul marino, corbata de seda y zapatos bien pulidos. Sentarse a la mesa y ordenar a la luz de las velas una copa de vino tinto y sonreír, pero los cortos descansos no le dejaban tiempo para fantasear más.

Gonzalo y Carlos siempre fueron buenos en la escuela. Los primeros años batallaron mucho con el idioma, pero las ganas de salir adelante y la férrea disciplina, que habían heredado de su padre, los llevó hasta la universidad -y no sólo eso sino becados-. Rita no entendía muy bien lo que iban a estudiar, pero la llenaba de satisfacción saber que irían a la universidad. 

Después de graduarse, los dos se fueron para la costa Este a probar fortuna y a continuar con sus posgrados. Rita, por su parte, se quedó en Kansas City, con su rutina, sola, trabajando sin cesar. Al pasar de los años subió de rango en el restaurante y cuando menos se lo esperaba, ya sabía, perfectamente, cómo estar al frente de un negocio. Con el dinero que sus hijos le mandaban cada mes, que ella ahorró religiosamente, junto con sus propios ahorros y sus conocimientos del manejo de un restaurante, se animó a abrir su pequeño negocio. 

Sola, siempre sola, se repetía a sí misma, sin un hombre que la mandara o le dijera cómo portarse o qué llevar puesto ese día. Eso le daba fuerza. Se sentía independiente. Capaz de hacerlo todo. No tenía que rendirle cuentas a nadie. Era dueña y señora de su propio negocio.  Sí, su propio negocio. Pequeño, pero de ella, de nadie más. Más valía sola que mal acompañada se repetía cada noche, cuando la oscuridad le empezaba a pesar. 

Los años se le fueron pasando hasta que decidió que era el momento adecuado para solicitar su ciudadanía. Ese país extraño, de olores artificiales, de sabores sutiles, de colores eléctricos, de largos inviernos, le había proporcionado libertad. Le había dado la libertad económica y emocional que nunca hubiera adquirido en su natal Guerrero. Había visto crecer a sus dos hijos, se sentía orgullosa de que hablaran dos idiomas, de que se hubieran hecho gente de bien, con carreras, posgrados universitarios y, ahora, con puestos de hombres de negocio en la Costa Este, en Boston, lugar más mítico que real, que aunque no había visitado nunca, era donde sabía que estaban.

Qué más podía desear en la vida, sino seguir trabajando con la disciplina que lo había hecho durante tantos años y poco a poco pensar en retirarse. Quizá, en un futuro, ir a las bodas de sus hijos y sostener en sus brazos a los nietos, que esperaba también fueran bilingües, y le pudieran decir en español, üelita, te extrañamos mucho, ven a visitarnos; o que ella les pudiera enseñar alguna canción de su niñez de Guerrero. No sin antes, como una promesa de amor sin cumplirse aún, Rita tenía que nacionalizarse, hacerse ciudadana americana, por qué no, se lo había ganado con el sudor de su frente, con cada plato de comida que, primero, había lavado y, que ahora, servía en su propio restaurante. Ese era su país, de ella, de Rita Juárez y de sus hijos.

Ese jueves por la mañana, Rita caminaba con la frente en alto. Sola, sí, pero libre y exitosa.  Cuando dijo su nombre en la corte, “Rita Juárez, México”, sus ojos brillaron con fuerza. Rita siempre había sido modesta, muy modesta, como le habían enseñado a ser desde niña, pero con la fuerza interna de un león.

Para finalizar la ceremonia pidieron voluntarios para leer el Pledge of Allegiance. Rita Juárez fue la primera en levantar la mano -quiso retarse, no tener miedo-. Otras manos se alzaron, la de Marisol entre ellas. Qué impacto, parecía que con eso, ambas querían decir que sí se podía, que no las iban a hacer menos, que ya eran parte del país, de los Estados Unidos, que los problemas entre las fronteras no iban a detener el flujo de gente trabajadora como Rita y Marisol.

A Marisol se le hizo un nudo azul en la garganta cuando empezó a leer. Rita Juárez respiró profundamente cuando de reojo vio que sus dos hijos, bien vestidos, de traje azul, corbata de seda y zapatos bien pulidos, estaban entre el público de la corte. No se lo esperaba, tenía casi tres años de no verlos. Volvió a respirar profundamente. Enderezó la espalda, alzó la cara, vio el reloj en la pared -diez y cincuenta y cuatro de la mañana-, y en la medida de sus posibilidades, de la mejor manera que pudo, comenzó a leer. 

“Ciudadanía” ha sido previamente publicado en: Diáspora: Narrativa breve en Español de Estados Unidos (2017, Vaso Roto Edicioes)

 Metztli (2018, Editorial Capítulo Siete) (Traducido por Sandra Kingery y Kaitlyn Hipple)

 

Citizenship

Translation by Sandra Kingery & Kaitlyn Hipple

A shimmering cloak, deep and pearly-white, covered the streets of Kansas City. Tiny snowflakes had been falling since two o’clock without a break. It was 10:54 Thursday night, and it had been a long and very emotional day. Marisol remembered the call she made to Mexico the previous night. She thought about the calming effect her mother’s soothing voice always had on her; it was the perfect sedative. She’d felt extremely anxious all day Wednesday, anticipating Thursday’s naturalization ceremony. It had taken her twenty years to make the decision, thinking it through, weighing it, hesitating until she finally decided to take the plunge and become a citizen.

Early Thursday morning, before the sun came up, memories were crossing her mind like a series of photographs flashing intermittently on a white screen, first in black and white, then with random colors peeking through. One of the images was a walk in the park with her father, Marisol, wearing an orange dress and accidentally dropping her new doll in the cold water of the obsidian spring. She also remembered a surprise birthday party at her best friend Lucy’s house and a cake decorated with pink meringue. The memories slowly acquired more color, like the parties she organized with high school friends where they didn’t stop dancing all afternoon; the whole event in shades of blue, gold, and green, bell-bottom jeans, hibiscus tea, and the voice of Roberto Carlos.

At the swearing-in ceremony at exactly 10:00 Thursday morning, as the sixty-three soon-to-be citizens stood up one by one and stated their country of origin, Marisol’s eyes filled with tears, and her throat was inundated with little sighs that eventually turned into a big blue knot. In her mind, she kept repeating México, México, México, Mé-xi-co, Mé-xi-co, Mé-xi-co, Mé-xi-co, afraid she was going to forget it and that a memory would slip away with every syllable. She was overcome with such intense emotion that she doubted she would be able to articulate the name of her country when it was her turn. She felt as if it would be the last time she would say it as if the minute she vocalized it, it wouldn’t be hers anymore, the mountains no longer her mountains, nor the seas her seas, nor the music her music. She felt as if her childhood memories were going to vanish in an instant. It occurred to her that she had never struggled so hard to say a single word, a word that encompassed her world, her previous identity. Another part of her knew it wasn’t true, that Mexico would continue to be hers, but she still felt overwhelmed by her own emotions and the ones that were coursing from person to person, like an unspoken neon blue electric current, permeating the federal courthouse where the ceremony was taking place.

 She knew that in that moment, she would affirm what she had been doing for twenty years: living between two cultures. Living with one foot in each country. Between two languages. Between childhood memories and new experiences. She had spent the last twenty years trying to develop that skill. She had, little by little, acquired that ability: shifting between cultures, languages, territories. There were times when her head still buzzed between linguistic codes, her heart pounding rapidly if she heard son jarocho music when she wasn’t expecting it or if she caught a whiff of some scent that would cast her right back to the kitchen of her childhood.

When she spoke, her linguistic references jumbled together. On the one hand, her deeply rooted experience in Mexico and, on the other, new pronunciations that had taken over. The two realities fused in her thoughts. She couldn’t help it; they were engraved on her skin and buried in her heart.

The people at the ceremony came from thirty-four different countries: Senegal, Ethiopia, El Salvador, Honduras, Peru, Cuba, and Bosnia, among others. Marisol was the second to last person in the group. She had the time to feel each syllable that was pronounced out loud and to read the emotion on the faces of each and every one of the sixty-two other new citizens at great length.

At 7:00 Thursday morning, she brushed her hair and put on the clothes she had carefully selected the previous evening. A blue formal dress, stockings, comfortable low-heeled shoes. She chose a pair of silver filigree earrings, she loved them, she’d had them for many years, her mother had given them to her as a present one of the times she managed to get back to Mexico for Christmas. As she calmly brushed her long, silky hair, she examined herself in the mirror; she enjoyed seeing her long hair falling on her shoulders. Out of the corner of her eye, on the wall to the left of the mirror, she saw the photo of her boyfriend and herself. When she turned back to the mirror, she noticed the wrinkles that were forming around her eyes. She paused for a moment. She stopped brushing her hair, and moved closer to the mirror. She looked at the skin around her eyes again, slowly, as she rubbed her right middle finger over the wrinkles around her right eye and then, tilting her head slightly, the ones on the left. She looked at both eyes again, smiled at herself, finished brushing her hair, and began putting on her make-up.

At 8:00 in the morning, Marisol and her boyfriend drove to the federal courthouse in the center of the city. It was cold outside, and the steely blue sky of Kansas City was already announcing the snowfall that was forecast for the afternoon. They looked for a place to park in the city’s frigid underground lot. As she got out of the car, she first heard the footsteps and then saw the other woman walking toward the stairwell. She was alone. She looked Latina, like Marisol. She was wearing light brown wool pants and a sleeveless white blouse. She pulled her brown coat on and adjusted her black hat as she made her way to the exit. She was lost in thought, in no hurry, walking with just a hint of a smile on her lips. Marisol watched her climb the stairs leading from the parking lot to the street, observing her vitality. Once she was in the courtroom, Marisol realized that the woman from the parking lot was also part of the group of people who would become citizens that day.

The woman from the parking lot was named Rita Juárez. She was from Mexico, from the state of Guerrero. She’d been living in the United States for more than 25 years. She was in her twenties when she immigrated. She came to the US with the man who was her husband at the time, a retired, low-ranking soldier, older than her, old-fashioned, and abusive. Rita and her children were afraid to even breathe too hard around him. A sudden heart attack, after eating roast pork during one of those suffocating Kansas City summers, did him in. In spite of everything, the mourning and pain of being a widow took something out of Rita; she’d spent so many years with that overbearing man, the father of her children.

The two boys, Gonzalo and Carlos, were what made Rita keep going. She found a job in order to provide them with an education, so she could alleviate the pain with every hour of work, keep food on the table, pay the rent on time, and most importantly, ensure they went to college. Rita never had time to think about herself. She quickly swallowed the pain and worked from 8:00 in the morning to 10:00 at night in one of the many Kansas City restaurants. Since she didn’t speak English, she started out washing dishes. She’d rinse them and place them directly into the dishwasher, which was, for her, like some machine from another planet. During her short breaks, she liked to peek out into the restaurant where dozens of customers were enjoying their meals. The dinner rush was her favorite time. She imagined what it would feel like to be there. Arriving on the arm of one of those well-dressed men in a navy-blue suit, silk tie, well-polished shoes. Sitting down at a table and ordering a glass of red wine by candlelight, smiling, but her short breaks didn’t leave her time to fantasize any further.

Gonzalo and Carlos were always good at school. They struggled with the language for the first few years, but their desire to get ahead and their fierce self-discipline, which they inherited from their father, not only got them into college but with scholarships. Rita didn’t understand exactly what they planned on studying, but knowing that they’d be going to college filled her with satisfaction.

After graduating, the two boys left for the east coast to seek their fortune and begin graduate school. For her part, Rita stayed in Kansas City, alone, with her routine, working nonstop. As the years went by, she moved up the ladder at the restaurant, and before she knew it, she’d learned exactly how to run a business. With the money, her sons sent her every month, which she saved religiously, and with her own savings and knowledge about how to manage a restaurant, she decided to open her own small place.

Alone, always alone, she repeated to herself, without a man to order her around or tell her how to behave or what to wear that day. This gave her strength. She felt independent.

Capable of doing anything. She didn’t have to explain herself to anyone. She was her own boss, and she owned a restaurant, her very own restaurant. It was small, but it was hers, hers alone. Más valía sola que mal acompañada, better to be alone than in bad company, she told herself every night when the darkness started to weigh on her.

The years marched on until she decided it was the right time to apply for citizenship. This odd country—a country of artificial smells, subtle flavors, neon colors, and long winters—had afforded her freedom. It had given her economic and emotional freedom that she would never have achieved back home in Guerrero. She’d seen her two sons grow up, she was proud that they spoke two languages, that they’d become successful, with careers, graduate degrees, and now jobs as businessmen on the east coast, in Boston, a city more mythical than real, a city that, even though she’d never been there, she knew was their home.

What more could she want in life than to continue working with the same discipline she’d demonstrated for so many years and, little by little, to think about retiring. Perhaps, in the future, to go to her sons’ weddings and to hold her grandchildren in her arms. She hoped they’d be bilingual and that they could say to her: Abuelita, te extrañamos, we really miss you, come visit us. Or that she could teach them some song from her childhood in Guerrero. But first, like a promise of love still waiting to be fulfilled, Rita needed to be nationalized, become an American citizen. Why not? She’d earned it with the sweat of her brow, with every plate of food that she had washed, in the beginning, and that she was now serving in her own restaurant. This was her country; it belonged to her, to Rita Juárez, and to her sons.

That Thursday morning, Rita walked with her head held high. Alone, yes, but free and successful. In the courtroom, when she said her name, “Rita Juárez, México,” her eyes shone forcefully. Rita had always been modest, very modest, the way they had taught her to be ever since she was little, but with the internal strength of a lion.

To finalize the ceremony, they asked for volunteers to read The Pledge of Allegiance. Rita Juárez was the first person to raise her hand; she wanted to challenge herself, to be unafraid. Other people raised their hands as well, including Marisol. What a moment! It seemed, with this decision, as if both of them wanted to say that yes, they could do it, that no one was going to undermine them, that they were part of the country now, part of the United States, that the problems between the borders wouldn’t stop the flow of hard-working people like Rita and Marisol.

Marisol felt the blue knot in her throat as she began to read. Rita Juárez took a deep breath at the same time as, out of the corner of her eye, she saw her two sons, well-turned-out in their blue suits, silk ties, and polished shoes, sitting in the audience in the courtroom. She wasn’t expecting it; she hadn’t seen them in almost three years. She took a deep breath again. She straightened her back, raised her head, saw the clock on the wall—10:54 AM—and to the best of her ability, as clearly as possible, she began to read.